Eran varias
personas, y se agradece que no fueran las típicas familias que van con cinco
niños a bordo, todo ellos molestos, y que no hacen más que llorar en la sala de
cine. Tampoco estaban por ahí esas parejas adolescentes que se dedican al cotilleo
más que a apreciar la cinta, y por supuesto que ese aire alternativo que se
aprecia en los que uno a uno comienzan a comprar las boletas lo hace sentirse a
uno medianamente bien, por lo menos seguro en la intención de apoyar películas alejadas
del a veces molesto glamour comercial.
Marcaban las
7 de la noche si mal no recuerdo, y las taquillas de una de las salas
independientes más importantes de Bogotá estaban a reventar. Como no, eran los últimos
días del festival de cine francés y muchos no querían desperdiciar la última oportunidad
de ver esa película que les habían recomendado o que les suscitaba interés como
era mi caso.
Y es que a
la cinta francesa “Holy Motors” se le enalteció el año pasado desde diversos
sectores; la prensa especializada, los cineastas, los festivales, y hasta los espectadores
del común no dudaron en calificarla como la mejor película del año pasado en
Europa.
Con semejante
historial de fondo el perdérmela sería casi que sacrílego, hubiese sido un
irrespeto a la cinematografía no convencional; esa que desprecia las
explosiones ruidosas y el tumulto popero del cine mainstream, cosa con la que
no puedo estar más de acuerdo. Entonces queda claro que decidirme a ver la última
cinta del francés Leos Carax era una convicción absoluta a la que le tendría que
tendría que asistir casi que religiosamente.
Dos horas después
de ingresar a la sala y rodearme de yuppies gafa-pasta y encopetados señores de
finas maneras tuve que abandonar el recinto con la cabeza baja, pues desde el
descalabro que me significo ver la abominable “En Coma” no me había sentido tan
defraudado por una proyección en la que tenía muchas esperanzas.
Pero por
favor, no comparemos, que la ya citada película de Juan David Restrepo se cae
por sí sola, en cambio, el experimento de Leos Carax responde a una edulcoración
casi que inexplicable y a un fenómeno muy recurrente a nuestros días que se cobija
bajo una sola palabra: “Snob”.
Con muchos motes
rondando en la cabeza para poder definirla me decidí por el de “pajazo mental”,
en términos más coloquiales, porque sencillamente no encuentro una palabra más
adecuada para calificar al supuesto mejor film de 2012, título que le pesa y dudo
de que le haga justicia.
Pero quien
soy yo en comparación con esos ilustres personajes de la industria europea, que
saben más de arte, de vivencias, de ciencias y obviamente de cine que este
triste mortal que escribe desde una calle del tercer mundo. Queda claro que mi nombre y mi opinión
no tienen ningún valor frente a los amos de la vanguardia que saben perfectamente
que puede ser llamado revolucionario y que no.
Y a la cinta
en cuestión la etiquetaron como “genialmente anárquica”, un adjetivo que suena
bastante bien, suena a antisistema, pero sobretodo sabe a pretencioso, porque
eso es lo que es esta película, un cumulo de ideas abstractas y de sinsentidos
disfrazados de arte contestatario que no cuentan nada, no suscitan nada y no
invitan a pensar en nada.
Carros que
hablan, un personaje sin rumbo fijo, chimpancés que viven con humanos, un
hombre que muere y resucita constantemente o un musical con Kylie Minogue.
Seguro que ninguno de estos elementos suenan atrayentes en una película y menos
si están todos juntos, pero si les decimos que hacen parte de la nueva
consentida de los cinéfilos del viejo continente entonces el panorama cambia y
lo que parecía absurdo se vuelve mágicamente contestatario.
No me puedo
definir como un tradicionalista en cuestiones del séptimo arte, o alguien que
solo aprecia lo clásico, por supuesto que no, pero aun con todas las
posibilidades de experimentación que permite el cine hay un par de cosas que se
deben respetar y creo firmemente que una de esas es el contarnos algo, que sea
bueno o malo, innovador o repetitivo dependerá de muchísimos factores e
impresiones pero siempre debe haber una intención por comunicar algo, eso a mi modo
de ver es indiscutible en cualquier película.
Y es precisamente eso lo que no pasa en Holy
Motors, una producción que debo decirlo, me ofende profundamente por su posición
arribista, su postura de contrariar a los cánones clásicos de una manera absurda,
de una manera tonta, como la de esos niños que le llevan la contraria a sus
padres solo porque sí. Al no haber una posición clara del porqué de esta película
me parece que su valor es nulo, y muy a pesar de lo que digan todos los
intelectuales sobre lo grandilocuente de su quimera y de lo visionario del vacío
que propone los 120 minutos de metraje
me cuesta dejar de verla como un enorme espectáculo sustentado en la nada.
Aun
escribiendo estas líneas pensé que tenía mucho que decir al respecto, y me encuentro
con que no, no tengo tanto que agregar porque el resultado visto no me lo
permite. Es que sencillamente fui cómplice de un orgasmo esnobista que responde
mas a la búsqueda de una nueva corriente a la que aferrarse que al verdadero
gusto que pueda generar un producto de estas características, que no es más que
un lienzo garabateado sin razones de fondo, hecho pura y llanamente porque sí.
Francamente
toda esta verborrea mencionada ya fue dicha por el maestro Woody Allen, experto
en satirizar a la vanguardia neoyorquina, y lo hizo con con mejores palabras